lunes, 31 de marzo de 2014

Ser altruista es igual de placentero que tener sexo

Que la felicidad consiste en dar y no en tener ya no es un planteamiento de tipo religioso ni filosófico. Es una verdad científicamente comprobada. El psicólogo de la Universidad de Harvard Dan Gilbert publicó un estudio en el que afirma que la acumulación de bienes materiales aumenta los niveles de satisfacción, pero solo a corto plazo. Su razonamiento viene avalado por la Universidad de Stanford, que cuenta con un centro de investigaciones sobre compasión y altruismo (Center for Compassion and Altruism Research), dirigido por la psicóloga Emma Seppala.



Según sus estudios, el bienestar está asociado con el placer y cuando una persona se siente bien porque regala algo, hace un favor desinteresadamente o dona parte de su tiempo a obras en las que cree se activa el circuito frontomesolímbico, es decir, el mismo que reacciona ante actividades placenteras como comer o tener relaciones sexuales.
Los científicos han logrado determinar estas áreas específicas del cerebro que se activan ante una acción altruista, mediante experimentos que utilizan la resonancia magnética funcional, y concluyen que, además de una “base anatómica” o física, los seres humanos contamos con una programación genética para dar, sin esperar nada a cambio. Aunque desde el punto de vista cerebral ese placer inmediato es la recompensa esperada y, por lo tanto, la esencia misma de la felicidad.
En un experimento realizado en la Universidad de Harvard, dos grupos de participantes recibieron una cantidad de dinero. El primer grupo podía gastarlo en cualquier cosa y el segundo debía donarlo a una obra social de su preferencia. El test de satisfacción posterior demostró que los altruistas tenían unos niveles de felicidad más altos. Sin embargo, el científico Ernst Fehr fue cauto con los resultados y advirtió que el comportamiento altruista no solamente está determinado por factores biológicos, sino que “la capacitación y las prácticas sociales también pueden generar cambios en la estructura cerebral”.
Lo curioso es que ya muchos estudios han corroborado que los niños menores de 2 años se sienten más satisfechos cuando regalan algo o ayudan a alguien que cuando reciben lo que no han pedido. El altruismo es, por tanto, una cualidad innata que se fortalece con la interacción social.
“Lo más emocionante de nuestra investigación fue darnos cuenta de que los niños eran más felices cuando regalaban sus propias golosinas. Perder sus valiosos recursos para el beneficio de los demás los hizo más felices que regalar cualquier otra cosa”, explica la doctora Lara Aknin, coautora de un reciente estudio de la Universidad de British Columbia, en el que un grupo de niños podía decidir qué regalar a otros.
En la práctica
Para Michael Norton, profesor de la Escuela de Negocios de Harvard y coautor del libro Happy Money: The Science of Spending, aquel que cree que el dinero no da la felicidad es porque no sabe cómo gastarlo bien. Y gastarlo bien es compartirlo. “Tal vez la razón por la que el dinero no nos hace felices es porque siempre lo estamos gastando en nosotros mismos”, advierte Norton.
En otro experimento similar al de Fehr, este autor comprobó que no importa la cantidad de dinero que uno gaste, sino quién es el destinatario. “Es más, no necesitas hacer cosas increíbles por el otro para sentirte feliz; basta con cosas triviales o sencillas”.
Esas cosas triviales no suman más del 5 por ciento de tu tiempo, según Andy Freire, coautor del libro “El 5 % de tu tiempo para cambiar el 100 % de la vida de alguien que lo necesita”, que se basa en una idea muy simple: con muy poco se puede cambiar mucho.
La solidaridad se dispara
Todos estos descubrimientos científicos se complementan con una tendencia que gana terreno en el mundo y que se denomina “consumo colaborativo”. Las webs solidarias, en las que los usuarios pueden regalar cosas, poner a su disposición su casa para el alojamiento de desconocidos, compartir el uso del carro o intercambiar habilidades o tiempo permiten que el acto de dar se salga de los círculos tradicionales, para instaurarse en la vida cotidiana.
Para Rachel Botsman, defensora del consumo colaborativo, uno de los hallazgos más fascinantes de su investigación sobre el cambio cultural que propicia internet, es que nos permite volver a nuestros orígenes. “Somos monos. Nacimos y nos criaron para compartir y cooperar y lo hemos estado haciendo desde hace milenios, ya sea cuando cazábamos en manadas o cuando criábamos ganado en cooperativas. Luego vino el hiperconsumismo y construimos vallas para crear nuestros propios minifeudos. Pero las cosas están cambiando y una de las razones son los nativos digitales”.

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